La sensación de libertad me embriagaba. Estaba harto de mi ciudad nativa, y aún hoy, pasados treinta años, no siento deseos de volver a ella.

ÚLTIMA PARADA: CERNUDA

Este paseo físico por la ciudad del poeta sólo puede tener como punto final la obra de Cernuda, su poesía; unos versos que transmiten la melancolía del tiempo pasado, de la juventud perdida, del deseo de expresar lo que se ama y de hablar libremente de los placeres prohibidos. Nuestro paseo no acaba, seguiremos caminando hasta llegar "allá, allá lejos; donde habite el olvido ..."

ESCRITO EN EL AGUA
Desde niño, tan lejos como vaya mi recuerdo, he buscado siempre lo que no cambia, he deseado la eternidad.  Todo contribuía alrededor mío, du­rante mis primeros años, a mantener en mí la ilusión y la creencia en lo permanente: la casa fa­miliar inmutable, los accidentes idénticos de mi vi­da. Si algo cambiaba, era para volver más tarde a lo acostumbrado, sucediéndose todo como las es­taciones en el ciclo del año, y tras la diversidad aparente siempre se traslucía la unidad intima.
Pero terminó la niñez y cal en el mundo.  Las gentes morían en torno mío y las casas se arruina­ban. Como entonces me poseía el delirio del amor, no tuve una mirada siquiera para aquellos testimonios de la caducidad humana.  Si había des­cubierto el secreto de la eternidad, si yo poseía la eternidad en mi espíritu, ¿qué me importaba lo demás?  Mas apenas me acercaba a estrechar un cuerpo contra el mío, cuando con mi deseo creía infundirle permanencia, huía de mis brazos deján­dolos vacíos.
Después amé los animales, los árboles (he ama­do un chopo, he amado un álamo blanco), la tie­rra.  Todo desaparecía, poniendo en mi soledad el sentimiento amargo de lo efímero.  Yo solo parecía duradero entre la fuga de las cosas.  Y entonces, fija y cruel, surgió en mí la idea de mi propia desa­parición, de cómo también yo me partiría un día de mí.
¡Dios!, exclamé entonces: dame la eternidad. Dios era ya para mí el amor no conseguido en este mundo, el amor nunca roto, triunfante sobre la as­tucia bicorne del tiempo y de la muerte.  Y amé a Dios como al amigo incomparable y perfecto.
Fue un sueño más, porque Dios no existe.  Me lo dijo la hoja seca caída, que un pie deshace al pa­sar.  Me lo dijo el pájaro muerto, inerte sobre la tierra el ala rota y podrida.  Me lo dijo la concien­cia, que un día ha de perderse en la vastedad del no ser.  Y si Dios no existe, ¿cómo puedo existir yo? Yo no existo ni aun ahora, que como una sombra me arrastro entre el delirio de sombras, respirando estas palabras desalentadas, testimo­nio (¿de quién y para quién?) absurdo de mi exis­tencia.