La sensación de libertad me embriagaba. Estaba harto de mi ciudad nativa, y aún hoy, pasados treinta años, no siento deseos de volver a ella.

TERCERA PARADA: TIENDAS DE LA PLAZA DEL PAN

El niño Cernuda debió conocer y vivir el ambiente peculiar de estas típicas tiendas sevillanas enclavadas  en la iglesia del Salvador y que hoy todavía existen. Su abuelo materno regentaba una droguería en esa plaza.

PLAZA DEL PAN:
Estaban aquellas tiendecillas en la plaza del Pan, a espaldas de la iglesia del Salvador, sobre cuya acera se estacionaban los gallegos, sentados en el suelo o recostados contra la pared, su costal vacío al hombro y el manojo de sogas en la mano, esperando baúl o mueble que transportar.  Eran unas covachas abiertas en el muro de la iglesia, a veces defendidas por una pequeña cristalera, otras de par en par sobre la plaza el postigo, que sólo a la noche se cerraba.  Dentro, tras el mostrador, silencioso y solitario, aparecía un viejo pulcro, vestido de negro, que lleno de atención pesaba algo en una minúscula balanza, o una mujer de blancura lunar, el pelo levantado en alto rodete y sobre él una peina, abanicándose lentamente. ¿Qué vendían aquellos mercaderes?  Apenas si sobre el fondo oscuro de la tienda brillaba en alguna vitrina la plata de un vaso entre complicadas joyas de filigrana y las lágrimas purpúreas de unos largos zarcillos de corales.  Otras la mercancía eran encajes: tiras sutiles de espuma tejida, que sobre papel celeste o amarillo colgaban a lo largo de la pared.

En la plaza, los gallegos (denominación gremial y no geográfica, porque algunos eran santanderinos o leoneses) se encorvaban soñolientos y fofos, más al peso de los años que al de las cargas ingratas a que su oficio les condenaba.  Eran ellos quienes en semana santa, durante los altos de las cofradías, asomaban tras las andas de terciopelo sus caras congestionadas, bajo la masa dorada de las esculturas, candelabros y ramilletes, alineados tal esclavos en los bancos de una galera.  Al lado de su trabajo trashumante y penoso, sin otro cobijo que el de la acera donde se estacionaban, los mercaderes aristocráticos de las tiendecillas parecían pertenecer a otro mundo.  Mas unos y otros se correspondían sutilmente, como vestigios de una sociedad y un tiempo desaparecidos.  En las covachas ya no brillaban las piedras preciosas ni las sedas, y apenas si entraban en ellas los compradores.  Pero en su reclusión, en su inmovilidad, descendían de los mercaderes y artífices de oriente, a cuya puerta moría el ruido, y el comprador, para llevar a casa el ánfora o el tapiz recién adquirido, debía buscar entre el bullicio de la plaza al jayán que cargase la mercancía sobre sus fuertes espaldas.

En esas tiendecillas de la plaza del Pan cada uno de los objetos expuestos eran aún cosa única, y por eso preciosa, trabajada con cariño, a veces en la trastienda misma, conforme a la tradición transmitida de generación en generación, del maestro al aprendiz, y expresaba o pretendía expresar de modo ingenuo algo singular o delicado.  Su atmósfera soñolienta aún parecía iluminarse a veces con el fulgor puro de los metales, y un aroma de sándalo o de ámbar flotar en ellas vagamente como un dejo rezagado.
Las tiendas.