La sensación de libertad me embriagaba. Estaba harto de mi ciudad nativa, y aún hoy, pasados treinta años, no siento deseos de volver a ella.

QUINTA PARADA: EL MERCADO DE LA ENCARNACIÓN

Cernuda recuerda como el ambiente de una mañana de mercado le hacía sentirse vivo y gozar por ello.

El mercado:
Cuánta gracia tenían formas y colores en aque­lla atmósfera, que los esfumaba y suavizaba, qui­tándoles a unas dureza y a otros estridencia.  Ya era el puesto de frutas (brevas, damascos, cirue­las), sobre las que imperaba la rotundidad verde oscuro de la sandía, abierta a veces mostrando adentro la frescura roja y blanca. O el puesto de cacharros de barro (búcaros, tallas, botellas), con tonos rosa o anaranjado en panzas y cuellos. O el de los dulces (dátiles, alfajores, yemas, turrones), que difundían un olor almendrado y meloso de re­lente oriental.
Pero siempre sobre todo aquello, color, movi­miento, calor, luminosidad, flotaba un aire limpio y como no respirado por otros todavía, trayendo consigo también algo de aquella misma sensación de lo inusitado, de la sorpresa, que embargaba el alma del niño y despertaba en él un gozo callado, desinteresado y hondo.  Un gozo que ni los de la inteligencia luego, ni siquiera los del sexo, pudie­ron igualar ni recordárselo.
Mañanas de verano