La sensación de libertad me embriagaba. Estaba harto de mi ciudad nativa, y aún hoy, pasados treinta años, no siento deseos de volver a ella.

NOVENA PARADA: EL BARRIO DE SANTA CRUZ

En la calle de la Judería había un hermoso magnolio, hoy desaparecido; éste se encuentra tan grabado en su memoria que el poeta es capaz de describir detalladamente cómo se llegaba a él y cómo era el rincón donde se encontraba.

CALLE DE LA JUDERÍA:

Se entraba a la calle por un arco.  Era estrecha, tanto que quien iba en medio de ella, al extender a los lados sus brazos, podía tocar ambos muros.  Luego, tras una cancela, iba sesgada a perderse en el dédalo de otras callejas y plazoletas que componían aquel barrio antiguo.  Al fondo de la calle sólo había una puertecilla siempre cerrada, y parecía como si la única salida fuera por encima de las casas, hacia el cielo de un ardiente azul.
En un recodo de la calle estaba el balcón, al que se podía trepar, sin esfuerzo casi, desde el suelo; y al lado suyo, sobre las tapias del jardín, brotaba cubriéndolo todo con sus ramas el inmenso magnolio.  Entre las hojas brillantes y agudas se posaban en primavera, con ese sutil misterio de lo virgen, los copos nevados de sus flores.
Aquel magnolio fue siempre para mí algo más que una  hermosa realidad: en él se cifraba la imagen de la vida. Aunque a veces la deseara de otro modo, más en la corriente de los seres y de las cosas, yo sabía que era precisamente aquel apartado vivir del árbol, aquel florecer sin testigos, quienes daban a la hermosura tan alta calidad.  Su propio ardor lo consumía, y brotaba en la soledad unas puras flores, como sacrificio inaceptado ante el altar de un dios.
El magnolio.