La sensación de libertad me embriagaba. Estaba harto de mi ciudad nativa, y aún hoy, pasados treinta años, no siento deseos de volver a ella.

CUARTA PARADA: IGLESIA DE LA ANUNCIACIÓN Y ANTIGUA UNIVERSIDAD

Cernuda recuerda la llegada de los restos de Bécquer a Sevilla para su entierro en la capilla de la antigua Universidad y su descubrimiento del poeta que tanta huella va a dejar en su obra.
Describe los patios del antiguo recinto universitario, hoy Facultad de Bellas Artes, y reflexiona sobre "el avanzar incesante del tiempo".

BÉCQUER:
Aún sería Albanio muy niño cuando leyó a Béc­quer por vez primera.  Eran unos volúmenes de encuadernación azul con arabescos de oro, y entre las hojas de color amarillento alguien guardó foto­grafías de catedrales viejas y arruinados castillos.  Se los habían dejado a las hermanas de Albanio sus primas, porque en tales días se hablaba mucho y vago sobre Bécquer, al traer desde Madrid sus restos para darles sepultura pomposamente en la capilla de la universidad.
Entre las páginas más densas de prosa, al ho­jear aquellos libros, halló otras claras, con unas cortas líneas de leve cadencia.  No alcanzó enton­ces (aunque no por ser un niño, ya que la mayoría de los hombres crecidos tampoco alcanzan esto) la desdichada historia humana que rescata la palabra pura de un poeta.  Mas al leer sin comprender, como el niño y como muchos hombres, se conta­gió de algo distinto y misterioso, algo que luego, al releer otras veces al poeta, despertó en él tal el recuerdo de una vida anterior, vago e insistente, ahogado en abandono y nostalgia.
Años más tarde, capaz ya claramente, para su desdicha, de admiración, de amor y de poesía, entró muchas veces Albanio en la capilla de la uni­versidad, parándose en un rincón, donde bajo do­sel de piedra un ángel sostiene en su mano un libro mientras lleva la otra a los labios, alzado un dedo imponiendo silencio. Aunque sabía que Bécquer no estaba allí, sino abajo, en la cripta de la capilla, solo, tal siempre se hallan los vivos y los muertos, durante largo rato contemplaba Albanio aquella imagen, como si no bastándole su elocuencia silen­ciosa necesitara escuchar, desvelado en sonido, el mensaje de aquellos labios de piedra.  Y quienes respondían a su interrogación eran las voces jóvenes, las risas vivas de los estudiantes, que a través de los gruesos muros hasta él llegaban desde el pa­tio soleado.  Allá adentro todo era ya indiferencia y olvido.
El poeta

LA UNIVERSIDAD
Había en el viejo edificio de la universidad, pa­sado el patio grande, otro más pequeño, tras de cuyos arcos, entre las adelfas y limoneros, susurra­ba una fuente.  El loco bullicio del patio principal, sólo con subir unos escalones y atravesar una gale­ría, se trocaba allá en silencio y quietud.
Un atardecer de mayo, tranquilo el edificio to­do, porque era ya pasada la hora de las clases y los exámenes estaban cerca, te paseabas por las ga­lerías de aquel patio escondido.  No había otro ru­mor sino el del agua en la fuente, leve y sostenido, al que se sobreponía a veces el trino fugitivo de un bando de golondrinas cruzando el cielo que en­cuadraban los aleros.
Cuántas cosas no te ha dicho a lo largo de la vida el rumor del agua.  Podrías pasarte las horas escuchándola, lo mismo que podrías pasarlas con­templando el fuego. (Hermosa hermandad la del agua y la llama!  Aquella tarde, el surtidor que se alzaba como una garzota blanca para caer luego deshecho en lágrimas sobre la taza de la fuente, su brotar y anegarse sempiterno, trajo a tu memoria, por una vaga asociación de ideas, el fin de tu es­tancia en la universidad.
Nunca el pasar de las generaciones parece tan melancólico como al representárselo en algo mate­rialmente, tal en esos viejos edificios de universi­dades o cuarteles, por los que discurre cada año la juventud nueva, dejando en ellos sus voces, los lo­cos impulsos de la sangre.  Recuerdos de juventu­des idas llenan su ámbito, y resuenan sus muros en el silencio como la espiral vacía de un caracol ma­rino.
Apoyado en una columna del patio, pensaste en tus días futuros, en la necesidad de escoger una profesión, tú, a quien todas repugnaban igualmen­te, y sólo deseabas escapar de aquella ciudad y de aquel ambiente letal.  Cosas contradictorias eran tu necesidad y tu deseo, atándote a ambos sin solu­ción la pobreza.  Mas aquel problema mezquino, ¿qué valor tenía cuando te veías arrastrado en el avanzar incesante del tiempo, ascendiendo con una generación de hombres para caer luego, per­diéndote con ellos en la sombra?  Privado de go­zo, de placer y de libertad, como tantos otros, comprendiste entonces que acaso la sociedad ha cubierto con falsos problemas del hombre, para evitarle que reconozca la melancolía de su destino o la desesperación de su impotencia.
El destino