La sensación de libertad me embriagaba. Estaba harto de mi ciudad nativa, y aún hoy, pasados treinta años, no siento deseos de volver a ella.

LA SEVILLA DE LUIS CERNUDA


Luis Cernuda nació en Sevilla el 21 de septiembre de 1902, a las siete y media de la mañana.
Permaneció en la ciudad hasta 1928, fecha en la que muere su madre. Ese mismo año vende su casa y parte para Madrid. Allí permanecerá hasta el estallido de la Guerra Civil. En 1936, marcha exiliado a Londres y más tarde a América. Muere en Méjico en 1963.







Durante todos estos años, Cernuda no olvida su ciudad de origen, como podemos ver en este poema de su libro Como quien espera el alba (1947):

Tierra nativa:
Es la luz misma, la que abrió mis ojos
Toda ligera y tibia como un sueño,
Sosegada en colores delicados,
Sobre las formas puras de las cosas.
El encanto de aquella tierra llana,
Extendida como una mano abierta,
Adonde el limonero encima de la fuente
Suspendía su fruto entre el ramaje.
El muro viejo en cuya barda abría
A la tarde su flor azul la enredadera,
Y al cual la golondrina en el verano
Tornaba siempre hacia su antiguo nido.
El susurro del agua alimentando,
Con su música insomne en el silencio,
Los sueños que la vida aún no corrompe,
El futuro que espera como página blanca.
Todo vuelve otra vez vivo a la mente,
Irreparable ya con el andar del tiempo,
Y su recuerdo ahora me traspasa
El pecho tal puñal fino y seguro.
Raíz del tronco verde, ¿quién la arranca?
Aquel amor primero, ¿quién lo vence?
Tu suelo y tu recuerdo, ¿quién lo olvida,
Tierra nativa, más mía cuanto más lejana?
Como quien espera el alba.


Nuestro paseo va a estar marcado por los recuerdos de la ciudad, nunca nombrada,  que plasmó Cernuda en su libro de poemas en prosa Ocnos (1942). Pasearemos por la Sevilla que lo vio nacer, por la Sevilla de su infancia y adolescencia, donde por primera vez sintió el amor y el deseo y rellenó con melancólicos versos sus primeros folios en blanco; la Sevilla que amó y que odió hasta el punto de abandonarla y no querer volver a ella, aunque, como veremos en sus textos, siempre estuvo viva en su memoria.

PRIMERA PARADA: CALLE ACETRES

La casa en la que nació Cernuda se encuentra en el número 6 de la antigua calle Conde de Tójar, hoy calle Acetres. En la actualidad es una cristalería.
Cernuda rememora en Ocnos el patio de esa casa, y reflexiona sobre el paso del tiempo.


CASA NATAL:
Llega un momento en la vida cuando el tiempo nos alcanza. (No sé si expreso esto bien) Quiero decir que a partir de tal edad nos vemos sujetos al tiempo y obligados a contar con él, como si algu­na colérica visión con espada centelleante nos arrojara del paraíso primero, donde todo hombre una vez ha vivido libre del aguijón de la muerte. ¡Años de niñez en que el tiempo no existe!  Un día, unas horas son entonces cifra de la eternidad. ¿Cuántos siglos caben en las horas de un niño?
Recuerdo aquel rincón del patio en la casa natal, yo a solas y sentado en el primer peldaño de la escalera de mármol.  

La vela estaba echada, sumiendo el ambiente en una fresca penumbra, y sobre la lona, por donde se filtraba tamizada la luz del mediodía, una estrella destacaba sus seis puntas de paño rojo.  Subían hasta los balcones abiertos, por el hueco del patio, las hojas anchas de las latanias, de un verde oscuro y brillante, y abajo, en torno de la fuente, estaban agrupadas las matas floridas de adelfas y azaleas.  Sonaba el agua al caer con un ritmo igual, adormecedor, y allá, en el fondo del agua unos peces escarlata nadaban con inquieto movimiento, centelleando sus escamas en un relámpago de oro.  Disuelta en el ambiente había una languidez que lentamente iba invadiendo mi cuerpo.
Allí, en el absoluto silencio estival, subrayado por el rumor del agua, los ojos abiertos a una clara penumbra que realzaba la vida misteriosa de las cosas, he visto cómo las horas quedaban inmóviles, suspensas en el aire, tal la nube que oculta un dios, puras y aéreas, sin pasar.
El tiempo.

SEGUNDA PARADA: CASA DE TURINA

Junto a la casa natal estaba la del músico Joaquín Turina. Los sones del piano vecino descubren al niño el poder evocador de la música.



CASA DE TURINA
Pared frontera de tu casa vivía la familia de aquel pianista, quien siempre ausente por tierras lejanas, en ciudades a cuyos nombres tu imaginación ponía un halo mágico, alguna vez regresaba por unas semanas a su país y a los suyos.  Aunque no aprendieras su vuelta por haberle visto cruzar la calle, con su aire vagamente extranjero y demasiado artista, el piano al anochecer te lo decía.
Por los corredores ibas hacia la habitación a través de cuya pared él estudiaba, y allí solo y a oscuras, profundamente atraído mas sin saber por qué, escuchabas aquellas frases lánguidas, de tan penetrante melancolía, que llamaban y hablaban a tu alma infantil, evocándole un pasado y un futuro igualmente desconocidos.


Años después otras veces oíste los mismos sones, reconociéndolos y adscribiéndolos ya a tal músico de ti amado, pero aún te parecía subsistir en ellos, bajo el renombre de su autor, la vastedad, la expectación de una latente fuerza elemental que aguarda un gesto divino, el cual, dándole forma, ha de hacerla brotar bajo la luz.
El niño no atiende a los nombres sino a los actos, y en éstos al poder que los determina.  Lo que en la sombra solitaria de una habitación te llamaba desde el muro, y te dejaba anhelante y nostálgico cuando el piano callaba, era la música fundamental, anterior y superior a quienes la descubren e interpretan, como la fuente de quien el río y aun el mar sólo son formas tangibles y limitadas.
El piano.

TERCERA PARADA: TIENDAS DE LA PLAZA DEL PAN

El niño Cernuda debió conocer y vivir el ambiente peculiar de estas típicas tiendas sevillanas enclavadas  en la iglesia del Salvador y que hoy todavía existen. Su abuelo materno regentaba una droguería en esa plaza.

PLAZA DEL PAN:
Estaban aquellas tiendecillas en la plaza del Pan, a espaldas de la iglesia del Salvador, sobre cuya acera se estacionaban los gallegos, sentados en el suelo o recostados contra la pared, su costal vacío al hombro y el manojo de sogas en la mano, esperando baúl o mueble que transportar.  Eran unas covachas abiertas en el muro de la iglesia, a veces defendidas por una pequeña cristalera, otras de par en par sobre la plaza el postigo, que sólo a la noche se cerraba.  Dentro, tras el mostrador, silencioso y solitario, aparecía un viejo pulcro, vestido de negro, que lleno de atención pesaba algo en una minúscula balanza, o una mujer de blancura lunar, el pelo levantado en alto rodete y sobre él una peina, abanicándose lentamente. ¿Qué vendían aquellos mercaderes?  Apenas si sobre el fondo oscuro de la tienda brillaba en alguna vitrina la plata de un vaso entre complicadas joyas de filigrana y las lágrimas purpúreas de unos largos zarcillos de corales.  Otras la mercancía eran encajes: tiras sutiles de espuma tejida, que sobre papel celeste o amarillo colgaban a lo largo de la pared.

En la plaza, los gallegos (denominación gremial y no geográfica, porque algunos eran santanderinos o leoneses) se encorvaban soñolientos y fofos, más al peso de los años que al de las cargas ingratas a que su oficio les condenaba.  Eran ellos quienes en semana santa, durante los altos de las cofradías, asomaban tras las andas de terciopelo sus caras congestionadas, bajo la masa dorada de las esculturas, candelabros y ramilletes, alineados tal esclavos en los bancos de una galera.  Al lado de su trabajo trashumante y penoso, sin otro cobijo que el de la acera donde se estacionaban, los mercaderes aristocráticos de las tiendecillas parecían pertenecer a otro mundo.  Mas unos y otros se correspondían sutilmente, como vestigios de una sociedad y un tiempo desaparecidos.  En las covachas ya no brillaban las piedras preciosas ni las sedas, y apenas si entraban en ellas los compradores.  Pero en su reclusión, en su inmovilidad, descendían de los mercaderes y artífices de oriente, a cuya puerta moría el ruido, y el comprador, para llevar a casa el ánfora o el tapiz recién adquirido, debía buscar entre el bullicio de la plaza al jayán que cargase la mercancía sobre sus fuertes espaldas.

En esas tiendecillas de la plaza del Pan cada uno de los objetos expuestos eran aún cosa única, y por eso preciosa, trabajada con cariño, a veces en la trastienda misma, conforme a la tradición transmitida de generación en generación, del maestro al aprendiz, y expresaba o pretendía expresar de modo ingenuo algo singular o delicado.  Su atmósfera soñolienta aún parecía iluminarse a veces con el fulgor puro de los metales, y un aroma de sándalo o de ámbar flotar en ellas vagamente como un dejo rezagado.
Las tiendas.

CUARTA PARADA: IGLESIA DE LA ANUNCIACIÓN Y ANTIGUA UNIVERSIDAD

Cernuda recuerda la llegada de los restos de Bécquer a Sevilla para su entierro en la capilla de la antigua Universidad y su descubrimiento del poeta que tanta huella va a dejar en su obra.
Describe los patios del antiguo recinto universitario, hoy Facultad de Bellas Artes, y reflexiona sobre "el avanzar incesante del tiempo".

BÉCQUER:
Aún sería Albanio muy niño cuando leyó a Béc­quer por vez primera.  Eran unos volúmenes de encuadernación azul con arabescos de oro, y entre las hojas de color amarillento alguien guardó foto­grafías de catedrales viejas y arruinados castillos.  Se los habían dejado a las hermanas de Albanio sus primas, porque en tales días se hablaba mucho y vago sobre Bécquer, al traer desde Madrid sus restos para darles sepultura pomposamente en la capilla de la universidad.
Entre las páginas más densas de prosa, al ho­jear aquellos libros, halló otras claras, con unas cortas líneas de leve cadencia.  No alcanzó enton­ces (aunque no por ser un niño, ya que la mayoría de los hombres crecidos tampoco alcanzan esto) la desdichada historia humana que rescata la palabra pura de un poeta.  Mas al leer sin comprender, como el niño y como muchos hombres, se conta­gió de algo distinto y misterioso, algo que luego, al releer otras veces al poeta, despertó en él tal el recuerdo de una vida anterior, vago e insistente, ahogado en abandono y nostalgia.
Años más tarde, capaz ya claramente, para su desdicha, de admiración, de amor y de poesía, entró muchas veces Albanio en la capilla de la uni­versidad, parándose en un rincón, donde bajo do­sel de piedra un ángel sostiene en su mano un libro mientras lleva la otra a los labios, alzado un dedo imponiendo silencio. Aunque sabía que Bécquer no estaba allí, sino abajo, en la cripta de la capilla, solo, tal siempre se hallan los vivos y los muertos, durante largo rato contemplaba Albanio aquella imagen, como si no bastándole su elocuencia silen­ciosa necesitara escuchar, desvelado en sonido, el mensaje de aquellos labios de piedra.  Y quienes respondían a su interrogación eran las voces jóvenes, las risas vivas de los estudiantes, que a través de los gruesos muros hasta él llegaban desde el pa­tio soleado.  Allá adentro todo era ya indiferencia y olvido.
El poeta

LA UNIVERSIDAD
Había en el viejo edificio de la universidad, pa­sado el patio grande, otro más pequeño, tras de cuyos arcos, entre las adelfas y limoneros, susurra­ba una fuente.  El loco bullicio del patio principal, sólo con subir unos escalones y atravesar una gale­ría, se trocaba allá en silencio y quietud.
Un atardecer de mayo, tranquilo el edificio to­do, porque era ya pasada la hora de las clases y los exámenes estaban cerca, te paseabas por las ga­lerías de aquel patio escondido.  No había otro ru­mor sino el del agua en la fuente, leve y sostenido, al que se sobreponía a veces el trino fugitivo de un bando de golondrinas cruzando el cielo que en­cuadraban los aleros.
Cuántas cosas no te ha dicho a lo largo de la vida el rumor del agua.  Podrías pasarte las horas escuchándola, lo mismo que podrías pasarlas con­templando el fuego. (Hermosa hermandad la del agua y la llama!  Aquella tarde, el surtidor que se alzaba como una garzota blanca para caer luego deshecho en lágrimas sobre la taza de la fuente, su brotar y anegarse sempiterno, trajo a tu memoria, por una vaga asociación de ideas, el fin de tu es­tancia en la universidad.
Nunca el pasar de las generaciones parece tan melancólico como al representárselo en algo mate­rialmente, tal en esos viejos edificios de universi­dades o cuarteles, por los que discurre cada año la juventud nueva, dejando en ellos sus voces, los lo­cos impulsos de la sangre.  Recuerdos de juventu­des idas llenan su ámbito, y resuenan sus muros en el silencio como la espiral vacía de un caracol ma­rino.
Apoyado en una columna del patio, pensaste en tus días futuros, en la necesidad de escoger una profesión, tú, a quien todas repugnaban igualmen­te, y sólo deseabas escapar de aquella ciudad y de aquel ambiente letal.  Cosas contradictorias eran tu necesidad y tu deseo, atándote a ambos sin solu­ción la pobreza.  Mas aquel problema mezquino, ¿qué valor tenía cuando te veías arrastrado en el avanzar incesante del tiempo, ascendiendo con una generación de hombres para caer luego, per­diéndote con ellos en la sombra?  Privado de go­zo, de placer y de libertad, como tantos otros, comprendiste entonces que acaso la sociedad ha cubierto con falsos problemas del hombre, para evitarle que reconozca la melancolía de su destino o la desesperación de su impotencia.
El destino

QUINTA PARADA: EL MERCADO DE LA ENCARNACIÓN

Cernuda recuerda como el ambiente de una mañana de mercado le hacía sentirse vivo y gozar por ello.

El mercado:
Cuánta gracia tenían formas y colores en aque­lla atmósfera, que los esfumaba y suavizaba, qui­tándoles a unas dureza y a otros estridencia.  Ya era el puesto de frutas (brevas, damascos, cirue­las), sobre las que imperaba la rotundidad verde oscuro de la sandía, abierta a veces mostrando adentro la frescura roja y blanca. O el puesto de cacharros de barro (búcaros, tallas, botellas), con tonos rosa o anaranjado en panzas y cuellos. O el de los dulces (dátiles, alfajores, yemas, turrones), que difundían un olor almendrado y meloso de re­lente oriental.
Pero siempre sobre todo aquello, color, movi­miento, calor, luminosidad, flotaba un aire limpio y como no respirado por otros todavía, trayendo consigo también algo de aquella misma sensación de lo inusitado, de la sorpresa, que embargaba el alma del niño y despertaba en él un gozo callado, desinteresado y hondo.  Un gozo que ni los de la inteligencia luego, ni siquiera los del sexo, pudie­ron igualar ni recordárselo.
Mañanas de verano

SEXTA PARADA: COMPÁS DE SANTA INÉS

Ir a comprar dulces al torno de los conventos es una costumbre arraigada en Sevilla. Cernuda convierte la descripción de este momento en uno de sus más bellos poemas en prosa.

COMPÁS DE SANTA INÉS:
El portón.  Los arcos. (Para un andaluz la felicidad aguarda siempre tras de un arco) Los muros blancos del convento.  Los ventanillos ciegos bajo espesas rejas.
Rechinaban los goznes mohosos, y un vaho de humedad asaltaba al visitante adelantando sus pasos sobre la tierra cubierta a trechos por la hierba, que manchaban de amarillo aquí y allá los jaramagos.  En la alberca el agua reflejaba el cielo y las ramas frondosas de una acacia.  Sobre los aleros cruzaban raudos los vencejos, ahogando su grito entre las hendiduras del campanario.

Por la galería, tras llamar discretamente al torno del convento, sonaba una voz femenina, cascada como una esquila vieja: "Deo gratias", decía.  "A Dios sean dadas", respondíamos.  Y las yemas de huevo hilado, los polvorones de cidra o de batata, obra de anónimas abejas de toca y monjil, aparecían en blanca cajilla desde la misteriosa penumbra conventual, para regalo del paladar profano.
 
En la vaga luz crepuscular, en el silencio de aquel recatado rincón, el exquisito alimento nada tenía de terreno, y al morderlo parecía como si mordiéramos los labios de un ángel.
Un compás.

SÉPTIMA PARADA: CALLE AIRE

En la casa situada en esta angosta calle vivió Cernuda los últimos años de estancia en Sevilla antes de partir para Madrid.

CALLE AIRE:
Alguna vez, a la madrugada, me despertaba el rasguear quejoso de una guitarra.  Eran unos mozos que cruzaban la calleja, caminando impulsados quizá por el afán noctámbulo, lo templado de la noche o la inquietud bulliciosa de su juventud.
La música y la noche.

OCTAVA PARADA: JARDINES DEL ALCÁZAR

Los jardines del Alcázar es uno de los itinerarios preferidos por Luis Cernuda durante sus años en Sevilla. En dos de sus composiciones describe el ambiente de recogimiento y reflexión que representan estos jardines para el poeta.

    JARDINES DEL ALCÁZAR:
Ir de nuevo al jardín cerrado,
Que tras los arcos de la tapia,
Entre magnolios, limoneros,
Guarda el encanto de las aguas.
Oír de nuevo en el silencio,
Vivo de trinos de hojas,
El susurro tibio del aire
Donde las viejas almas flotan.
Ver otra vez el cielo hondo
A lo lejos, la torre esbelta
Tal flor de luz sobre las palmas:
Las cosas todas siempre bellas. 
Sentir otra vez, como entonces,
La espina aguda del deseo,
Mientras la juventud pasada
Vuelve.  Sueño de un dios sin tiempo.
Las nubes.

Se atravesaba primero un largo corredor oscuro.  Al fondo, a través de un arco, aparecía la luz del jardín, una luz cuyo dorado resplandor teñía de verde las hojas y el agua de un estanque.  Y ésta, al salir afuera, encerrada allá tras la baranda de hierro, brillaba como líquida esmeralda, densa, serena y misteriosa.
Luego estaba la escalera, junto a cuyos peldaños había dos altos magnolios, escondiendo entre sus ramas alguna estatua vieja a quien servía de pedestal una columna.  Al pie de la escalera comenzaban las terrazas del jardín.
Siguiendo los senderos de ladrillos rosáceos, a través de una cancela y unos escalones, se sucedían los patinillos solitarios, con mirtos y adelfas en torno de una fuente musgosa, y junto a la fuente el tronco de un ciprés cuya copa se hundía en el aire luminoso.
En el silencio circundante, toda aquella hermosura se animaba con un latido recóndito, como si el corazón de las gentes desaparecidas que un día gozaron del jardín palpitara al acecho tras de las espesas ramas.  El rumor inquieto del agua fingía como unos pasos que se alejaran.
Era el cielo de un azul límpido y puro, glorioso de luz y de calor.  Entre las copas de las palmeras, más allá de las azoteas y galerías blancas que coronaban el jardín, una torre gris y ocre se erguía como el cáliz de una flor.
    *
Hay destinos humanos ligados con un lugar o con un paisaje.  Allí en aquel jardín, sentado al borde de una fuente, soñaste un día la vida como embeleso inagotable.  La amplitud del ciclo te acuciaba a la acción; el alentar de las hojas y las aguas, a gozar sin remordimiento.
Más tarde habías de comprender que ni la acción ni el goce podrías vivirlos con la perfección que tenían en tus sueños al borde de la fuente.  Y el día que comprendiste esa triste verdad, aunque estabas lejos y en tierra extraña, deseaste volver a aquel jardín y sentarte de nuevo al borde de la fuente, para soñar otra vez la juventud pasada.
Jardín antiguo.

NOVENA PARADA: EL BARRIO DE SANTA CRUZ

En la calle de la Judería había un hermoso magnolio, hoy desaparecido; éste se encuentra tan grabado en su memoria que el poeta es capaz de describir detalladamente cómo se llegaba a él y cómo era el rincón donde se encontraba.

CALLE DE LA JUDERÍA:

Se entraba a la calle por un arco.  Era estrecha, tanto que quien iba en medio de ella, al extender a los lados sus brazos, podía tocar ambos muros.  Luego, tras una cancela, iba sesgada a perderse en el dédalo de otras callejas y plazoletas que componían aquel barrio antiguo.  Al fondo de la calle sólo había una puertecilla siempre cerrada, y parecía como si la única salida fuera por encima de las casas, hacia el cielo de un ardiente azul.
En un recodo de la calle estaba el balcón, al que se podía trepar, sin esfuerzo casi, desde el suelo; y al lado suyo, sobre las tapias del jardín, brotaba cubriéndolo todo con sus ramas el inmenso magnolio.  Entre las hojas brillantes y agudas se posaban en primavera, con ese sutil misterio de lo virgen, los copos nevados de sus flores.
Aquel magnolio fue siempre para mí algo más que una  hermosa realidad: en él se cifraba la imagen de la vida. Aunque a veces la deseara de otro modo, más en la corriente de los seres y de las cosas, yo sabía que era precisamente aquel apartado vivir del árbol, aquel florecer sin testigos, quienes daban a la hermosura tan alta calidad.  Su propio ardor lo consumía, y brotaba en la soledad unas puras flores, como sacrificio inaceptado ante el altar de un dios.
El magnolio.

DÉCIMA PARADA: LA CATEDRAL

Cernuda realiza una esplendida descripción de la Catedral de Sevilla; alude a algunas de las grandes solemnidades religiosas de la ciudad, a la música del órgano y al baile de los niños seises.


LA CATEDRAL:
Ir al atardecer a la catedral, cuando la gran nave armoniosa, honda y resonante, se adormecía tendidos sus brazos en cruz.  Entre el altar mayor y el coro, una alfombra de terciopelo rojo y sordo absorbía el rumor de los pasos.  Todo estaba sumido en penumbra, aunque la luz, penetrando aún por las vidrieras, dejara allá en la altura su cálida aureola.  Cayendo de la bóveda como una catarata, el gran retablo era sólo una confusión de oros perdidos en la sombra.  Y tras las rejas, desde un lienzo oscuro como un sueño, emergían en alguna capilla formas enérgicas y estáticas.
Comenzaba el órgano a preludiar vagamente, dilatándose luego su melodía hasta llenar las naves de voces poderosas, resonantes con el imperio de las trompetas que han de convocar a las almas en el día del juicio.  Mas luego volvía a amansarse, depuesta su fuerza como una espada, y alentaba amorosa, descansando sobre el abismo de su cólera.
Por el coro se adelantaban silenciosamente, atravesando la nave hasta llegar a la escalinata del altar mayor, los oficiantes cubiertos de pesadas dalmáticas, precedidos de los monaguillos, niños de faz murillesca, vestidos de rojo y blanco, que conducían ciriales encendidos. Y tras ellos caminaban los seises, con su traje azul y plata, destacado el sombrerillo de plumas, que al llegar ante el altar colocarían sobre sus cabezas, iniciando entonces unos pasos de baile, entre seguidilla y minué, mientras en sus manos infantiles repicaban ligeras unas castañuelas.
La catedral y el río.



 Sobre las casas todas se erguía la catedral, y sobre ella aun la torre, esbelta como una palma morena.[ ... ]
Y el son de las campanas de la catedral, que llegaba puro y ligero a través del aire, era como la respiración misma de su sueño.
La ciudad a distancia.

UNDÉCIMA PARADA: EL RÍO

Acabamos, de momento, nuestro paseo junto al río; para Cernuda era un lugar entre mágico y pagano.

EL RÍO:
Ir al atardecer junto al río de agua luminosa y tranquila, cuando el sol se iba poniendo entre leves cirros morados que orlaban la línea pura del horizonte.  Siguiendo con rumbo contrario al agua, pasada ya la blanca fachada hermosamente clásica de la Caridad, unos murallones ocultaban la estación, el humo, el ruido, la fiebre de los hombres.  Luego, en soledad de nuevo, el río era tan verde y misterioso como un espejo, copiando el cielo vasto, las acacias en flor, el declive arcilloso de las márgenes.

ÚLTIMA PARADA: CERNUDA

Este paseo físico por la ciudad del poeta sólo puede tener como punto final la obra de Cernuda, su poesía; unos versos que transmiten la melancolía del tiempo pasado, de la juventud perdida, del deseo de expresar lo que se ama y de hablar libremente de los placeres prohibidos. Nuestro paseo no acaba, seguiremos caminando hasta llegar "allá, allá lejos; donde habite el olvido ..."

ESCRITO EN EL AGUA
Desde niño, tan lejos como vaya mi recuerdo, he buscado siempre lo que no cambia, he deseado la eternidad.  Todo contribuía alrededor mío, du­rante mis primeros años, a mantener en mí la ilusión y la creencia en lo permanente: la casa fa­miliar inmutable, los accidentes idénticos de mi vi­da. Si algo cambiaba, era para volver más tarde a lo acostumbrado, sucediéndose todo como las es­taciones en el ciclo del año, y tras la diversidad aparente siempre se traslucía la unidad intima.
Pero terminó la niñez y cal en el mundo.  Las gentes morían en torno mío y las casas se arruina­ban. Como entonces me poseía el delirio del amor, no tuve una mirada siquiera para aquellos testimonios de la caducidad humana.  Si había des­cubierto el secreto de la eternidad, si yo poseía la eternidad en mi espíritu, ¿qué me importaba lo demás?  Mas apenas me acercaba a estrechar un cuerpo contra el mío, cuando con mi deseo creía infundirle permanencia, huía de mis brazos deján­dolos vacíos.
Después amé los animales, los árboles (he ama­do un chopo, he amado un álamo blanco), la tie­rra.  Todo desaparecía, poniendo en mi soledad el sentimiento amargo de lo efímero.  Yo solo parecía duradero entre la fuga de las cosas.  Y entonces, fija y cruel, surgió en mí la idea de mi propia desa­parición, de cómo también yo me partiría un día de mí.
¡Dios!, exclamé entonces: dame la eternidad. Dios era ya para mí el amor no conseguido en este mundo, el amor nunca roto, triunfante sobre la as­tucia bicorne del tiempo y de la muerte.  Y amé a Dios como al amigo incomparable y perfecto.
Fue un sueño más, porque Dios no existe.  Me lo dijo la hoja seca caída, que un pie deshace al pa­sar.  Me lo dijo el pájaro muerto, inerte sobre la tierra el ala rota y podrida.  Me lo dijo la concien­cia, que un día ha de perderse en la vastedad del no ser.  Y si Dios no existe, ¿cómo puedo existir yo? Yo no existo ni aun ahora, que como una sombra me arrastro entre el delirio de sombras, respirando estas palabras desalentadas, testimo­nio (¿de quién y para quién?) absurdo de mi exis­tencia.